Marco Histórico
Marco Histórico
Esta novela, como todas
las de Ramón Amaya Amador, no es un ensayo estetizante. La
novela escrita hace más de 50 años describe las pericias de la infancia de dos
personajes, Folofo y Catica, que crecen en los barrios marginales de
Tegucigalpa, donde sobreviven sin acceso a la educación y a la salud,
trabajando por un bocado de pan cada día, ingeniándoselas para dormir en las
calles de dicha ciudad.
Cipotes demuestra la sensibilidad humana de Ramón Amaya Amador por las carencias y fatalidades de nuestro pueblo, describiendo las alegrías y tristezas de dos niños que en la escuela de la vida se ven forzados a madurar a temprana edad, por los golpes de la sociedad en que crecen.
Cipotes demuestra la sensibilidad humana de Ramón Amaya Amador por las carencias y fatalidades de nuestro pueblo, describiendo las alegrías y tristezas de dos niños que en la escuela de la vida se ven forzados a madurar a temprana edad, por los golpes de la sociedad en que crecen.
El libro de Amaya Amador
nos pinta un hecho brutal, frecuentemente olvidado en la sociedad donde
vivimos, el autor le interesa el relato de este dolor humano por el relato
mismo. Como hemos dicho, Cipotes es la crónica de la vida azarosa de los
lustrabotas del Parque Central, sin más pretensiones que dejar constancia de
una realidad existente en Honduras a lo largo de un determinado período de su
evolución histórica.
Inicialmente la obra fue
escrita con el nombre de Cipotes, vocablo de indiscutible prosapia criolla,
cuyo significado no es necesario recordar
Pero Ramón Amaya‑Amador,
considerando que dicha denominación restringía el ámbito geográfico de la obra,
le cambió ese título y le puso Huellas Descalzas por las Aceras. Con tal
nombre, un tanto descriptivo, envió el libro al Concurso Casa, en La Habana, el
año 1964, sin que los doctos jurados repararan mucho en la historia de unos
niños hondureños convertidos prematuramente en hombres. Por eso la presente
edición se hace con el primer título, pues consideramos que esta obra no está
dirigida a un público extranjero, sino a nuestro pueblo, lo que torna
innecesario sacrificar los hondureñismos. Por supuesto, en el libro también
intervienen otros escenarios, como las calles de Comayagüela, el barrio
Casamata, el Parque Herrera y el Parque La Libertad, pero ello solamente es en seguimiento
de los Protagonistas en sus correrías de excomulgados sociales.
Los niños que se dedican a ese trabajo van a
él no porque lo deseen o porque les agrade arrodillarse frente a quienes llevan
zapatos lujosos, mientras ellos andan con los pies desnudos. En realidad, como
dice el autor: "dentro de cada caja de lustrar zapatos hay una tragedia
humana".
En efecto, por lo general se trata de familias
que pierden el padre, bien porque muere en un accidente de trabajo, en una riña
callejera o porque simplemente abandona el hogar. A partir de ese momento, los
niños ya no pueden ir a la escuela y deben incorporarse a cualquier actividad
para aportar algunos centavos a la casa.
Esa es precisamente la
historia de Folofo y Catica Cueto, contada sin sombra, Por supuesto el relato
es brutal, pues
¿Quién no sabe a cuántos
peligros se expone una pareja de niños huérfanos?
La obra misma sugiere la
ruta que puede seguirse para lograr este cambio necesario e imperioso. En
efecto, mientras los lustrabotas y todos los sub hombres vinculados a ellos,
son descritos en su impotencia histórica, los obreros aparecen como el
destacamento que organiza la gran batalla por la justicia social. A causa de
ello, la alianza de los "Marginados" con los proletarios surge como
la vía magna de la liberación de unos y otros.
Así lo confirma todo el relato, pues cuando
Folofo y Catica se encontraban sin más vínculo social que sus amigos de la
Plaza Morazán, eran víctimas de toda clase de atropellos.
Pero al ponerse en contacto con una familia
obrera "la familia pinos" no sólo pudieron hacerles frente a las
hostilidades de que eran objeto, sino que también les encontraron una
perspectiva firme a sus vidas. No es casual que la obra termine con los
preparativos de una huelga en la fábrica donde trabaja Roque Pinos y que los
dos niños, antes pertenecientes al submundo de los lustrabotas, ahora se
comprometan a participar en una batalla de clase que se propone
"arrancarle un mendrugo a la canalla".
Sin embargo, esto lo hace
de pasada, sin dejarse atrapar por el deseo de convertir su obra en un manual
de concientización política. Para el caso, Amaya nos describe las
conversaciones que se escuchan en los autobuses cuando éstos se encaminan hacia
los barrios periféricos de la capital.
En uno de tales diálogos,
alguien afirma cosas como éstas: "¡Son papadas! Para mí son iguales los
"colorados" y los "azules".
Eso que te ha pasado no es
nuevo. Siguen los mismos métodos de engaño, de explotación, de montarse en los
humildes". Esas eran las opiniones del autor y bien pudo aprovechar este
libro para insistir más en sus puntos de vista políticos.
Sin embargo, no lo hizo,
lo cual es una clara demostración de que había alcanzado plena madurez en su
oficio de escritor, advenimiento de una verdadera revolución social, hechos
como los descritos sólo sean un triste recuerdo, las nuevas generaciones podrán
conocer el pasado doloroso de donde proceden. Se trata, pues, de algo así como
de una fotografía o una pintura sobre el drama de los niños que lustran zapatos
en la Plaza Morazán, trabajo que aún ejercen, pero que dejarán indudablemente
de hacerlo cuando el pueblo hondureño, dirigido por su clase obrera, imponga un
nuevo orden social. Precisamente uno de los personajes de la obra, afirma
indignado: "¡Maldita injusticia, que nos ahoga por todas partes! ¡No es
posible que esto sea eterno! ¡La quebraremos!"
Lo importante para Ramón
Amador, en este libro, no es, pues, el mensaje explícito, sino las reflexiones
que el relato mismo es capaz de sugerir en el público. Por eso toda la obra no
es otra cosa que la presentación de múltiples y variadas escenas de la vida en
el Parque Central, en las calles de la ciudad o en la penumbra humosa de los
tugurios capitalinos. Hay cuadros alegres, como cuando los niños se divierten a
su manera, olvidándose de que no han comido ese día. Pero también hay escenas
brutales, como el estupro que un viejo de alma perversa trata de llevar a cabo
en la persona de la huérfana Catica. Y hay, asimismo, escenas verdaderamente
sórdidas, como la que describe la habitación de unos depravados sexuales a la
que fue conducido Folofo por un perillán muy ducho en la vida de los bajos
fondos.
Todo eso es puesto ante los ojos del lector para que conozca lo que es
la sociedad hondureña bajo el régimen de la sacrosanta propiedad privada y,
conociéndolo, reflexione con seriedad sobre un destino mejor.
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